Visiones de Ana Catalina de Emmerick

La adoración de los reyes

LX
Llegada de los Reyes Magos a Jerusalén

Al fin regresaron los mensajeros, y la caravana fue conducida a lo largo de los muros de la ciudad, haciéndola entrar por una puerta situada no lejos del Calvario. Los llevaron a un gran patio redondo rodeado de caballerizas, con alojamientos no lejos de la plaza del pescado, en cuya entrada encontraron algunos guardianes. Los animales fueron llevados a las caballerizas y los hombres se retiraron bajo cobertizos, junto a una fuente que había en medio del gran patio. Este patio, por uno de sus costados tocaba con una altura; por
los otros estaba abierto, con árboles delante. Llegaron después unos empleados, quizás aduaneros, que de dos en dos inspeccionaron los equipajes de los viajeros con sus linternas.

El palacio de Heredes estaba más arriba, no lejos de este edificio, y pude ver el camino que llevaba hasta él iluminado con linternas y faroles colocados sobre perchas. Herodes envió a un mensajero encargado de conducirle en secreto a su palacio al rey Teokeno. Eran las diez de la noche. Teokeno fue recibido en una sala del piso bajo por un cortesano de Herodes, que le interrogó sobre el objeto de su viaje. Teokeno dijo con simplicidad todo lo que se le preguntaba y rogó al hombre que preguntara al rey Herodes dónde había nacido el Niño, Rey de los Judíos, y dónde se hallaba, ya que habían visto su estrella y habían venido tras de ella. El cortesano llevó su informe a Herodes, que se turbó mucho al principio; pero disimulando su malcontento hizo responder que deseaba tener más datos relativos sobre ese suceso y que entre tanto instaba a los reyes a que descansasen, añadiendo que al día siguiente hablaría con ellos y les daría a conocer todo lo que lograse saber sobre el asunto. Volvió Teokeno y no pudo dar a sus compañeros noticias consoladoras; por otra parte, no se les había preparado nada para que pudiesen reposar y mandaron rehacer muchos fardos que habían sido abiertos. Durante aquella noche no pudieron descansar y algunos de ellos andaban de un lado a otro como buscando la estrella que los había guiado.

Dentro de la ciudad de Jerusalén había gran quietud y silencio;  pero en tomo de los Reyes había agitación, y en el patio se tomaban y daban toda clase de informes. Los Reyes pensaban que Herodes lo sabía todo perfectamente, pero que trataba de ocultarles la verdad. Se celebraba una gran fiesta esa noche en el palacio de Herodes al tiempo de la visita de Teokeno, porque veía las salas iluminadas. Iban y venían toda clase de hombres y mujeres ataviadas sin decencia alguna. Las preguntas de Teokeno sobre el rey recién nacido turbaron el ánimo de Herodes, el cual llamó en seguida a su palacio a los príncipes, a los sacerdotes y a los escribas de la Ley. Los he visto acudir al palacio antes de la media noche con rollos escritos. Traían sus vestiduras sacerdotales, llevaban condecoraciones sobre el pecho y cinturones con letras bordadas. Había unos veinte de estos personajes en torno de Herodes, que preguntó dónde deb ía ser el lugar del nacimiento del Mesías. Los vi cómo abrían sus rollos y mostraban con el dedo pasajes de la Escritura: «Debe nacer en Belén de Judá, porque así está escrito en el profeta Miqueas. Y tú Belén, no eres la más minima entre los príncipes de Judá, pues de ti ha de nacer el jefe que gobernará mi pueblo en Israel».

Después vi a Herodes con algunos de ellos paseando por la terraza del palacio, buscando inútilmente la estrella de la que había hablado Teokeno. Se mostraba muy inquieto. Los sacerdotes y escribas le hicieron largos razonamientos diciendo que no debía hacer caso ni dar importancia a las palabras  de los Reyes Magos, añadiendo que aquelas gentes son amigas de lo maravilloso y se imaginan siempre grandes fantasías con sus observaciones estelares. Decían que si algo hubiera habido en realidad se hubiera sabido en el Templo y en la ciudad santa, y que ellos no podrían haberlo ignorado.

LXI
Los Reyes Magos conducidos al palacio de Herodes

En esta mañana muy temprano Herodes hizo llevar al palacio, en secreto, a los Reyes. Fueron recibidos bajo una arcada y conducidos luego a una sala, donde he visto ramas verdes con flores en vasos y refrescos para beber. Después de algún tiempo apareció Herodes. Los Magos se inclinaron ante él y pasaron a interrogarle sobre el Rey de los Judíos recién nacido

Herodes ocultó su gran turbación y se mostró contento de la noticia. Vi que estaban con él algunos de los escribas. Herodes preguntó algunos detalles sobre lo que habían visto, y el Rey Mensor describió la última aparición que habían tenido antes de partir. Era, dijo, una Virgen y delante de ella un Niño, de cuyo costado derecho había brotado una rama luminosa; luego, sobre ésta había aparecido una torre con varias puertas. La torre se transformó en una gran ciudad, sobre la cual se manifestó el Niño con una corona, una espada y un cetro, como si fuese Rey. Después de esto se vieron ellos mismos, como también todos los reyes del mundo. postrados delante de ese Niño en acto de adoración; pues poseía un imperio delante del cual todos los demás imperios debían someterse; y así en esta forma describió lo que habían visto. Herodes les habló de una profecía que hablaba de algo parecido sobre Belén de Efrata; les dijo que fueran secretamente allá y cuando hubiesen encontrado al Niño volvieran a decirle el resultado, para que él también pudiera ir a adorarle. Los Reyes no tocaron los alimentos que se les había preparado y volvieron a su alojamiento. Era muy temprano, casi al amanecer, pues he visto todavía las linternas encendidas delante del palacio de Herodes. Herodes conferenció con ellos en secreto para que no se hiciera público el acontecimiento. Al aclarar del todo prepararon la partida. La gente que los había acompañado hasta Jerusalén se hallaba ya dispersa por la ciudad desde la víspera.

El ánimo de Herodes estaba en aquellos días lleno de descontento e irritación. Al tiempo del nacimiento de Jesucristo se encontraba en su castillo, cerca de Jericó, y había ordenado hacía poco un cobarde asesinato. Había colocado en puestos altos del Templo a gente que le referían todo lo que allí se hablaba, para que denunciasen a los que se oponían a sus designios. Un hombre justo y honrado, alto empleado en el Templo, era el principal de los que consideraba él como su adversario. Herodes con fingimiento lo invitó a que fuera a verlo a Jericó y lo hizo atacar y asesinar en el camino, achacando ese crimen a algunos asaltantes. Algunos días después de esto fue a Jerusalén para tomar parte en la ftesta de la Dedicación del Templo, que tenía lugar el 25 del mes de Casleu y allí se encontró enredado en un asunto muy desagradable. Queriendo congraciarse con los judíos había mandado hacer una estatua o figura de cordero o más bien de cabrito, porque tenía cuernos, para que fuera colocada en la puerta que llevaba del patio de las mujeres al de las inmolaciones. Hizo esto de su propia iniciativa, pensando que los judíos se lo agradecerían; pero los sacerdotes se opusieron tenazmente a ello, aunque los amenazó con hacerles pagar una multa por su resistencia. Ellos replicaron que pagarían, pero que no toleraban esa imagen contraria a las prescripciones de la Ley. Herodes se irritó mucho y pretendió colocarla ocultamente; pero al llevarla, un israelita muy celoso tomó la imagen y la arrojó al suelo, quebrándola en dos pedazos. Se promovió un gran tumulto y Herodes hizo encarcelar al hombre. Todo esto lo había irritado mucho y estaba arrepentido de haber ido a la fiesta; sus cortesanos trataban de distraerlo y divertirlo.
En este estado de ánimo lo encontró la noticia del nacimiento de Cristo.

En Judea hacía tiempo que hombres piadosos vivían, en la esperanza de que pronto había de llegar el Mesías y los sucesos acontecidos en el nacimiento del Niño se habían divulgado por medio de los pastores. Con todo, muchas personas importantes oían estas cosas como fábulas y vanas palabras y el mismo Herodes había oído hablar y enviado secretamente algunos hombres a tomar informes de lo que se decía. Estos emisarios estuvieron, en efecto, tres días después de haber nacido Jesús y luego de haber conversado con José, declararon, como hombres orgullosos, que todo era cosa sin importancia: que en la gruta no había más que una pobre familia de la cual no valía la pena que nadie se ocupara. El orgullo que los dominaba les había impedido interrogar seriamente a José desde un principio, tanto más que llevaban orden de proceder en el mayor secreto, sin llamar la atención.

Cuando de pronto llegaron los Reyes Magos con su numeroso séquito, Herodes se llenó de nuevas inquietudes, ya que estos hombres venían de lejos y todo esto era más que rumores sin importancia. Como hablaran los Reyes con tanta convicción del Rey recién nacido, fingió Herodes deseos de ir a ofrecerle sus homenajes, lo cual alegró mucho a los Reyes, creyéndolo bien dispuesto. La ceguera del orgullo de los escribas no acabó de tranquilizarlo y el interés de conservar en secreto este asunto fue causa de la conducta que observó. No hizo objeciones a lo que decían los Reyes, no hizo perseguir en seguida al Niño para no exponerse a las críticas de un pueblo difícil de gobernar, y resolvió recabar por medio de ellos noticias más exactas para tomar luego las medidas del caso.

Como los Reyes, advertidos por Dios, no volvieron a dar noticias, hizo explicar que la huida de los Reyes era consecuencia de la ilusión mentirosa que habían sufrido y que no se habían atrevido a comparecer de nuevo, porque estaban avergonzados del engaño en que habían caído y al que habían querido arrastrar a los demás. Mandaba a decir: «¿Qué razones podían tener para salir clandestinamente después de haber sido recibidos aquí en forma tan amistosa? … «, De este modo Herodes trató de adormecer este asunto disponiendo que en Belén nadie se pusiese en relación con esa Familia, de la que se había hablado tanto, ni recoger los rumores e invenciones que se propalaban para extraviar los espíritus.

Habiendo vuelto quince días más tarde la Sagrada Familia a Nazaret, se dejó pronto de hablar de cosas de las cuales la multitud no había tenido más que conocimientos vagos, y las gentes piadosas, por otro lado, llenas de esperanza, guardaban un discreto silencio. Cuando pareció que todo quedaba olvidado pensó entonces Herodes en deshacerse del Niño y supo que la Familia había dejado a Nazaret, llevándose al Niño. Lo hizo buscar durante bastante tiempo; pero habiendo perdido toda esperanza de encontrarlo, creció mayormente su inquietud y determinó ejecutar la medida extrema de la matanza de los niños. Tomó en esta ocasión todas sus medidas y envió tropas de antemano a los lugares donde podía temerse una sublevación. Creo que la matanza se hizo en siete lugares diferentes.

LXII
Viaje de los Reyes de Jerusalén a Belén

Veo la caravana de los Reyes junto a una puerta situada al Mediodía. Un grupo de hombres los acompañaba hasta un arroyo delante de la ciudad, y luego volvieron. No bien habían pasado el arroyo se detuvieron buscando con los ojos la estrella en el firmamento. Habiéndola visto prorrumpieron en exclamaciones de alegría y continuaron su marcha cantando sus melodías. La estrella no los llevaba en linea recta sino que se desviaba algo hacia el Oeste. Pasaron frente a una pequeña ciudad, que conozco muy bien; se detuvieron detrás de ella, y oraron mirando hacia el Mediodía, en un paraje ameno cerca de un caserío. En este lugar, delante de ellos, surgió un manantial de agua, que los llenó de contento. Bajando de sus cabalgaduras cavaron para esta fuente un pilón, rodeándolo de piedras, arena y césped.

Durante varias horas se detuvieron allí dando de beber y alimentando a sus bestias. También tomaron su alimento, ya que en Jerusalén no habían podido descansar ni comer debido a las preocupaciones de la llegada. He visto más tarde que Jesucristo se detuvo varias veces junto a esta fuente en compañía de sus discípulos. La estrella, que brillaba en la noche como un globo de fuego, se parecía ahora más bien a la luna cuando se la ve de día; no era perfectamente redonda, sino que parecía recortada y a menudo estaba oculta entre las nubes. En el camino de Belén a Jerusalén había mucho movimiento de caminantes con equipajes y animales de carga. Eran personas que volvían quizás de Belén después de pagar los impuestos, o que iban a Jerusalén al mercado o para visitar el Templo. Esto sucedía en el camino principal; pero el sendero de los Reyes estaba solitario, y Dios los guiaba por allí sin duda para que pudieran llegar de noche a Belén y no llamar demasiado la atención. Se pusieron en camino cuando el sol estaba muy bajo; marchaban en el orden con que habían venido. Mensor, el más joven, iba delante; luego Sair, el cetrino, y por último, Teokeno, el blanco, por ser de más edad.

Hoy, a la hora del crepúsculo, he visto a la caravana de los Reyes llegando a Belén, cerca de aquel edificio donde José y María se habían hecho inscribir y que había sido la casa solariega de la familia de David. Quedan sólo algunos restos de los muros del edificio que había pertenecido a los padres de José. Era una casa grande rodeada de otras menores, con un patio cerrado, delante del cual había una plaza con árboles y una fuente. Vi soldados romanos en esta plaza, porque la casa se había convertido en una oficina de impuestos. Al llegar la caravana cierto número de curiosos se agolpó en torno de los viajeros. La estrella había desaparecido de nuevo y esto inquietaba a los Reyes. Se acercaron algunos hombres dirigiéndoles preguntas. Ellos bajaron de sus cabalgaduras y desde la casa he visto que acudían empleados a su encuentro, llevando palmas en las manos y ofreciéndoles refrescos: era la costumbre de recibir a los extranjeros distinguidos. Yo pensaba para mí: «Son mucho más amables de lo que lo fueron con el pobre José; sólo porque éstos distribuían monedas de oro». Les dijeron que el valle de los pastores era apropiado para levantar las carpas, y ellos quedaron algún tiempo indecisos. No les he oído preguntar nada del Rey y Niño recién nacido. Aún sabiendo que Belén era el lugar designado por las profecías, ellos, recordando lo que Herodes les había encargado, temían llamar la atención con sus preguntas. Poco después vieron brillar en el cielo un meteoro, sobre Belén: era semejante a la luna cuando aparece. Montaron en sus cabalgaduras, y costeando un foso y unos muros en ruina dieron la vuelta a Belén por el Mediodía y se dirigieron al Oriente, en dirección a la gruta del Pesebre, que abordaron por el costado de la llanura, donde los ángeles se habían aparecido a los pastores.

La Adoración de los Magos (en italiano, Adorazione dei Magi) es un cuadro pintado al temple sobre tabla que mide 111 cm de alto y 134 cm de ancho, realizado en el año 1475 por el pintor italiano Sandro Botticelli.

La Adoración de los Magos (en italiano, Adorazione dei Magi) es un cuadro pintado al temple sobre tabla que mide 111 cm de alto y 134 cm de ancho, realizado en el año 1475 por el pintor italiano Sandro Botticelli.

LXIII
La adoración de los Reyes Magos

Se apearon al llegar cerca de la gruta de la tumba de Maraña, en el valle, detrás de la gruta del Pesebre. Los criados desliaron muchos paquetes, levantaron una gran carpa e hicieron otros arreglos con la ayuda de algunos pastores que les señalaron los lugares más apropiados. Se encontraba ya en parte arreglado el campamento cuando los Reyes vieron la estrella aparecer brillante y muy clara sobre la colina del Pesebre, dirigiendo hacia la gruta sus rayos en línea recta. La estrella estaba muy crecida y derramaba mucha luz; por eso la miraban con grande asombro. No se veía casa alguna por la densa oscuridad, y la colina aparecía en forma de una muralla. De pronto vieron dentro de la luz la forma de un Niño resplandeciente y sintieron extraordinaria alegría. Todos procuraron manifestar su respeto y veneración. Los tres Reyes se dirigieron a la colina, hasta la puerta de la gruta. Mensor la abrió, y vio su interior lleno de luz celestial, y
a la Virgen, en el fondo, sentada, teniendo al Niño tal como él y sus compañeros la habían contemplado en sus visiones. Volvió para contar a sus compañeros lo que había visto.

En esto José salió de la gruta acompañado de un pastor anciano y fue a su encuentro. Los tres Reyes le dijeron con simplicidad que habían venido para adorar al Rey de los Judíos recién nacido, cuya estrella habían observado, y querían ofrecerle sus presentes. José los recibió con mucho afecto. El pastor anciano los acompañó hasta donde estaban los demás y les ayudó en los preparativos, juntamente con otros pastores allí presentes. Los Reyes se dispusieron para una ceremonia solemne. Les vi revestirse de mantos muy amplios y blancos, con una cola que tocaba el suelo. Brillaban con reflejos, como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban en torno de sus personas. Eran las vestiduras para las ceremonias religiosas. En la cintura llevaban bolsas y cajas de oro colgadas de cadenillas, y cubríanlo todo con sus grandes mantos.

Cada uno de los Reyes iba seguido por cuatro personas de su familia, además, de algunos criados de Mensor que llevaban una pequeña mesa, una carpeta con flecos y otros objetos. Los Reyes siguieron a José, y al llegar bajo el alero, delante de la gruta, cubrieron la mesa con la carpeta y cada uno de ellos ponía sobre ella las cajitas de oro y los recipientes que desprendían de su cintura. Así ofrecieron los presentes comunes a los tres. Mensor y los demás se quitaron las sandalias y José abrió la puerta de la gruta. Dos jóvenes del séquito de Mensor, que le precedían, tendieron una alfombra sobre el piso de la gruta, retirándose después hacia atrás, siguiéndoles otros dos con la mesita donde estaban colocados los presentes. Cuando estuvo delante de la Santísima Virgen, el rey Mensor depositó estos presentes a sus pies, con todo respeto, poniendo una rodilla en tierra. Detrás de Mensor estaban los cuatro de su familia, que se inclinaban con toda humildad y respeto. Mientras tanto Sair y Teokeno aguardaban atrás, cerca de la entrada de la gruta. Se adelantaron a su vez llenos de alegría y de emoción, envueltos en la gran luz que llenaba la gruta, a pesar de no haber allí otra luz que el que es Luz del mundo. María se hallaba como recostada sobre la alfombra, apoyada sobre un brazo, a la izquierda del Niño Jesús, el cual estaba acostado dentro de la gamella, cubierta con un lienzo y colocada sobre una tarima en el sitio donde había nacido.

Cuando entraron los Reyes la Virgen se puso el velo, tomó al Niño en sus brazos, cubriéndolo con un velo amplio. El rey Mensor se arrodilló y ofreciendo los dones pronunció tiernas palabras, cruzó las manos sobre el pecho, y con la cabeza descubierta e inclinada, rindió homenaje al Niño. Entre tanto María había descubierto un poco la parte superior del Niño, quien miraba con semblante amable desde el centro del velo que lo envolvía. María sostenía su cabecita con un brazo y lo rodeaba con el otro. El Niño tenía sus manecitas juntas sobre el pecho y las tendía graciosamente a su alrededor. ¡Oh, qué felices se sentían aquellos hombres venidos del Oriente para adorar al  Niño Rey!

Viendo esto decía entre mí: «Sus corazones son puros y sin mancha; están llenos de ternura y de inocencia como los corazones de los niños inocentes y piadosos. No se ve en ellos nada de violento, a pesar de estar llenos del fuego del amor». Yo pensaba: «Estoy muerta; no soy más que un espíritu: de otro modo no podría ver estas cosas que ya no existen, y que, sin embargo, existen en este momento. Pero esto no existe en el tiempo, porque en Dios no hay tiempo: en Dios todo es presente. Yo debo estar muerta; no debo ser más que un espíritu». Mientras pensaba estas cosas, oi una voz que me dijo: «¿Qué puede importarte todo esto que piensas? … Contempla y alaba a Dios, que es Eterno, y en Quien todo es eterno».

Vi que el rey Mensor sacaba de una bolsa, colgada de la cintura, un puñado de barritas compactas del tamaño de un dedo, pesadas, afiladas en la extremidad, que brillaban como oro. Era su obsequio. Lo colocó humildemente sobre las rodillas de María, al lado del Niño Jesús. María tomó el regalo con un agradecimiento lleno de sencillez y de gracia, y lo cubrió con el extremo de su manto. Mensor ofrecía las pequeñas barras de oro virgen, porque era sincero y caritativo, buscando la verdad con ardor constante e inquebrantable.

Después se retiró, retrocediendo, con sus cuatro acompañantes; míentras Sair, el rey cetrino, se adelantaba con los suyos y se arrodillaba con profunda humildad, ofreciendo su presente con expresiones muy conmovedoras. Era un recipiente de incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de color verde, que puso sobre la mesa, delante del Niño Jesús. Sair ofreció incienso porque era un hombre que se conformaba respetuosamente con la voluntad de Dios, de todo corazón y seguía esta voluntad con amor. Se quedó largo rato arrodillado, con gran fervor. Se retiró y se adelantó Teokeno, el mayor de los tres, ya de mucha edad. Sus miembros algo endurecidos no
le permitían arrodillarse: permaneció de pie, profundamente inclinado, y puso sobre la mesa un vaso de oro que tenía una hermosa planta verde. Era un arbusto precioso, de tallo recto, con pequeñas ramitas crespas coronadas de hermosas flores blancas: la planta de la mirra. Ofreció la mirra por ser el símbolo de la mortificación y de la victoria sobre las pasiones, pues este excelente hombre había sostenido lucha constante contra la idolatría, la poligamia y las costumbres estragadas de sus compatriotas. Lleno de emoción estuvo largo tiempo con sus cuatro acompañantes ante el Niño Jesús. Yo tenía lástima por los demás que estaban fuera de la gruta esperando turno para ver al Niño. Las frases que decían los Reyes y sus acompañantes estaban llenas de simplicidad y fervor. En el momento de hincarse y ofrecer sus dones decían más o menos lo siguiente: «Hemos visto su estrella; sabemos que Él es el Rey de los Reyes; venimos a adorarle, a ofrecerle nuestros homenajes y nuestros regalos». Estaban como fuera de sí y en sus simples e inocentes plegarias encomendaban al Niño Jesús sus propias personas, sus familias, el país, los bienes y todo lo que tenía para ellos algún valor sobre la tierra. Le ofrecían sus corazones, sus almas, sus pensamientos y todas sus acciones. Pedían inteligencia clara, virtud, felicidad, paz y amor. Se mostraban llenos de amor y derramaban lágrimas de alegría, que caían sobre sus mejillas y sus barbas. Se sentían plenamente felices. Habían llegado hasta aquella estrella, hacia la cual desde miles de años sus antepasados habían dirigido sus miradas y sus ansias con un deseo tan constante. Había en ellos toda la alegría de la Promesa realizada después de tan largos siglos de espera.

María aceptó los presentes con actitud de humilde acción de gracias. Al principio no decía nada: sólo expresaba su reconocimiento con un simple movimiento de cabeza, bajo el velo. El cuerpecito del Niño brillaba bajo los pliegues del manto de María. Después la Virgen dijo palabras humildes y llenas de gracia a cada uno de los Reyes, y echó su velo un tanto hacia atrás. Aquí recibí una lección muy útil. Yo pensaba: «¡Con qué dulce y amable gratitud recibe María cada regalo! Ella, que no tiene necesidad de nada, que tiene a Jesús, recibe los dones con humildad. Yo también recibiré con gratitud todos los regalos que me hagan en lo futuro». ¡Cuánta bondad hay en
María y en José! No guardaban casi nada para ellos, todo lo distribuían entre los pobres.

LXIV
La adoración de los servidores de los Reyes

Terminada la adoración del Niño, los Reyes se volvieron a sus carpas con sus acompañantes. Los criados y servidores se dispusieron a entrar en la gruta. Habían descargado los animales, levantado las tiendas, ordenado todo; esperaban ahora pacientemente delante de la puerta con mucha humildad. Eran más de treinta; había algunos niños que llevaban apenas unos paños en la cintura -y un manto. Los servidores entraban de cinco en cinco en compañía ele un personaje principal, al cual servían; se arrodillaban delante del Niño y lo adoraban en silencio. Al final entraron todos los niños, que adoraron al Niño Jesús con su alegría inocente. Los criados no permanecieron mucho tiempo en la gruta, porque los Reyes volvieron a hacer otra entrada más solemne. Se habían revestido con mantos largos y flotantes, llevando en las manos incensarios. Con gran respeto incensaron al Niño, a la Madre, a José y a toda la gruta del Pesebre. Después de haberse inclinado profundamente, se retiraron. Esta era la forma de adoración que tenía la gente de ese país.

Durante todo este tiempo María y José se hallaban llenos de dulce alegría. Nunca los había visto así: derramaban a menudo lágrimas de contento, pues  los consolaba inmensamente el ver los honores que rendían los Reyes al Niño Jesús, a quien ellos tenían tan pobremente alojado, y cuya suprema dignidad conocían en sus corazones. Se alegraban de que la divina Providencia, no obstante la ceguera de los hombres, había dispuesto y preparado para el Niño de la Promesa lo que ellos no podían darle, enviando desde lejanas tierras a los que le rendían la adoración debida a su dignidad, cumplida por los poderosos de la tierra con tan santa munificencia. Adoraban al Niño Jesús juntamente con los santos Reyes y se alegraban de los homenajes ofrecidos al Niño Dios.

Las tiendas de los visitantes estaban levantadas en el valle, situado detrás de la gruta del Pesebre hasta la gruta de Maraña. Los animales estaban atados a estacas enfiladas, separados por medio de cuerdas. Cerca de la carpa más grande, al lado de la colina del Pesebre, había un espacio cubierto con esteras. Allí habían dejado algo de los equipajes, porque la mayor patte fue guardada en la gruta de la tumba de Maraha. Las estrellas lucían cuando terminaron todos de pasar a la gruta de la adoración. Los Reyes se reunieron en círculo junto al terebinto que se alzaba sobre la tumba de Mahara, y allí, en presencia de las estrellas, entonaron algunos de sus cantos solemnes. ¡Es imposible decir la impresión que causaban estos cantos tan hermosos en el silencio del valle, aquella noche! Durante tantos siglos los antepasados de estos Reyes habían mirado las estrellas, rezado, cantado, y ahora las ansias de tantos corazones había tenido su cumplimiento. Cantaban llenos de exaltación y de santa alegría.

Mientras tanto José, con la ayuda de dos ancianos pastores, había preparado una frugal comida en la tienda de los Reyes. Trajeron pan, fruta, panales de miel, algunas hierbas y vasos de bálsamo; pusieron todo sobre una mesita baja cubierta con un mantel. José habíase procurado todas estas cosas desde la mañana, para recibir a los Reyes, cuya venida ya esperaba, porque la había anunciado de antemano la Virgen Santísima. Cuando los Reyes volvieron a su carpa, vi que José los recibía muy cordialmente y les rogaba que, siendo ellos los huéspedes, se dignaran aceptar la sencilla comida que les ofrecía. Se colocó junto a ellos y dieron principio a la comida. José no mostraba timidez alguna; pero estaba tan contento que derramaba lágrimas de pura alegría. Cuando vi esto pensé en mi difunto padre, que era un pobre campesino, el cual en ocasión de mi toma de hábito se vio en la ocasión de sentarse a la mesa con muchas personas distinguidas. En su sencillez y humildad había sentido al principio mucho temor; luego se puso tan contento que lloró de alegría: sin pretenderlo, ocupó el primer lugar en la fiesta. Después de aquella pequeña comida José se retiró.

Algunas personas más importantes se fueron a una posada de Belén, y los demás se echaron sobre sus lechos tendidos f0rmando circulo bajo la tienda grande, y allí descansaron de sus fatigas. José, vuelto a la gruta, puso todos los regalos a la derecha del Pesebre, en un rincón, donde había levantado un tabique que ocultaba lo que había detrás. La criada de Ana que habíase quedado después de la partida de su ama, se mantuvo oculta en la gruta lateral durante todo el tiempo de la ceremonia, y no volvió a aparecer hasta que no se hubieron marchado todos. Era una mujer inteligente, de espíritu muy reposado. No he visto ni a la Santa Familia ni a esta mujer mirar con satisfacción mundana los regalos de los Reyes: todo fue aceptado con reconocimiento humilde, y casi en seguida
repartido caritativamente entre los necesitados.

Esta noche hubo bastante agitación con motivo de la llegada de la caravana a la casa donde se pagaba el impuesto. Hubo más tarde muchas idas y venidas a la ciudad, porque los pastores, que habían seguido el cortejo, regresaban a sus lugares. También he visto que mientras los Reyes, llenos de júbilo, adoraban al Niño y ofrecían sus presentes en la gruta del Pesebre, algunos judíos rondaban por los alrededores, espiando desde cierta distancia, murmurando y conferenciando en voz baja. Más tarde volví a verlos yendo y viniendo en Belén y dando informes. He llorado por estos desgraciados. Sufro viendo la maldad de estas personas que entonces como también ahora se ponen a observar y a murmurar, cuando Dios se acerca a los hombres, y luego propalan mentiras, fruto de malicia y perversidad. ¡Oh, cómo me parecían aquellos hombres dignos de compasión! Tenían la salvación entre ellos y la rechazaban, en tanto que estos Reyes, guiados por su fe sincera en la Promesa, habían venido desde tan lejos para buscar la salvación.

En Jerusalén he visto hoy a Herodes en compañía de algunos escribas leyendo rollos y hablando de lo que habían contado los Reyes. Después, todo entró de nuevo en calma como si hubiese interés en hacer silencio en torno de este asunto.

LXV
Nueva visita de los Reyes Magos

Hoy, de mañana, he visto a los Reyes Magos y a otras personas de su séquito que visitaban sucesivamente a la Sagrada Familia. Los vi también durante el día junto a sus campamentos y bestias de carga, ocupados en diversas distribuciones. Como estaban llenos de alegría y se sentían felices, repartían muchos regalos. He entendido que era costumbre entonces hacerlos en ocasión de acontecimientos felices. Los pastores que habían ayudado a. los Reyes recibieron valiosos regalos, como también muchos pobres. Vi que ponían chales y paños sobre los hombros de algunas viejecitas que habían llegado hasta el lugar. Algunas personas del séquito de los Reyes deseaban quedarse en el valle de los pastores para vivir con ellos. Hicieron conocer su deseo a los Reyes, los cuales no sólo les dieron permiso sino que los colmaron de regalos, proveiéndoles de colchas, vestidos, oro en grano, y dejándoles los asnos en que habían venido montados. Cuando vi que los Reyes distribuían tantos trozos de pan, yo me preguntaba de dónde podían haberlo sacado, y recordé que los había visto, en los lugares donde hacían campamento, preparar, con la provisión de harina que traían, panecillos chatos como galletas, en moldes y amontonarlos dentro de cajas de cuero muy livianas, que cargaban sobre sus bestias. Han llegado muchas personas de Belén que, bajo diversos pretextos, rodeaban a los Reyes para obtener obsequios.

Por la noche volvieron los Reyes para despedirse. Apareció primero Mensor. María le puso al Niño en los brazos, que el rey recibió llorando de alegría. Luego acercáronse los otros dos reyes, derramando lágrimas. Trajeron muchos regalos a la Sagrada Familia: piezas de telas diversas, entre las cuales algunas parecían de seda sin teñir, y otras de color rojo o con diversas flores. Dejaron muy hermosas colchas. Dejaron sus grandes y amplios mantos de color amarillo pálido, tan livianos que al menor viento eran agitados: parecían hechos de lana extremadamente fina. Traían varias copas, unas dentro de otras; cajas llenas de granos, y en un canasto, tiestos donde había hermosos ramos de una planta verde, con hermosas flores blancas: eran plantas de mirra. Los tiestos estaban colocados unos encima de otros dentro del canasto. Dejaron a José unos jaulones llenos de pájaros, que habían traído en cantidad sobre sus dromedarios, para su alimento durante el viaje. Al momento de despedirse de María y del Niño, derramaron abundantes lágrimas.

María estaba de pie junto a ellos en el momento de la despedida. Llevaba en brazos al Niño envuelto en su velo, y dio algunos pasos para acompañar a los Reyes hasta la puerta de la gruta. Se detuvo en silencio, y para dejar un recuerdo a aquellos hombres tan buenos quitóse el gran velo que tenía sobre la cabeza, que era de tejido amarillo y con el cual envolvía a Jesús, y lo puso en manos de Mensor. Los Reyes recibieron el regalo inclinándose profundamente. Una alegría llena de respeto los embargó cuando vieron a María sin velo, teniendo al Niño en brazos. ¡Cuan dulces lágrimas derramaron al dejar la gruta! El velo fue para ellos desde entonces la reliquia más preciada que poseyeran. La Santísima Virgen recibía los dones, pero no parecía darles importancia alguna, aunque en su humildad encantadora mostraba un profundo agradecimiento a la persona que hacía el regalo. En todos estos homenajes no he visto en María ningún acto o sentimiento de complacencia para consigo misma. Sólo por amor al Niño Jesús y por compasión a San José se dejó llevar de la natural esperanza de que en adelante el Niño Jesús y José encontrarían en Belén más simpatía que antes y que ya no serían tratados con tanto desprecio como lo fueron a su llegada. La tristeza y la inquietud de José la habían afligido en extremo.

Cuando volvieron los Reyes a despedirse ya estaba la lámpara encendida en la gruta. Todo estaba oscuro afuera. Los Reyes se fueron en seguida con sus acompañantes y se reunieron debajo del terebinto, sobre la tumba de Maraña, para celebrar allí, como en la víspera, algunas ceremonias de su culto. Debajo del árbol habían encendido una lámpara, y al aparecer las estrellas comenzaron a rezar sus preces y a entonar melodiosos cantos, produciendo un efecto muy agradable en ese coro las voces de los niños. Después se dirigieron a la carpa donde José había preparado una modesta comida. Concluida ésta, algunos se volvieron a la posada de Belén y otros descansaron bajo sus carpas.

LXVI
El Ángel avisa a los Reyes los designios de Herodes

A medianoche tuve una visión. Vi a los Reyes descansando bajo su carpa sobre colchas tendidas en el suelo, y junto a ellos vi a un joven
resplandeciente: un ángel los despertaba diciéndoles que debían partir de inmediato, sin pasar por Jerusalén, sino a través del desierto, costeando las orillas del Mar Muerto. Los Reyes se levantaron de sus lechos y todo el séquito estuvo de pie en poco tiempo. Uno de ellos fue al Pesebre a despertar a José, quien corrió a Belén para avisar a los que allí se hospedaban; pero los encontró por el camino, porque habían tenido la misma aparición. Plegaron la carpa, cargaron los animales con el equipaje, y todo fue enfardado y preparado con asombrosa rapidez. Mientras los Reyes se despedían en forma sumamente conmovedora de San José, delante de la gruta del Pesebre, una parte del séquito ya partía en grupos separados para tomar la delantera  en dirección al Mediodía, para costear el Mar Muerto a través del desierto de Engaddi. Mucho instaron los Reyes a la Sagrada Familia de que partiesen con ellos, diciendo que un gran peligro los amenazaba, y rogaron a María que por lo menos se ocultase con el pequeño Jesús para que no sufriesen molestias por causa de ellos mismos. Lloraban como niños: abrazando a José decían palabras muy conmovedoras. Montando sobre sus cabalgaduras, ligeramente cargadas, se alejaron por el desierto, he visto al ángel a su lado indicándoles el camino, y pronto desaparecieron de la vista. Siguieron separados, unos de otros, como un cuarto de legua; luego en dirección al Oriente, por espacio de una legua, y finalmente torcieron hacia el Mediodía. He visto que pasaron por una región que Jesús atravesó más tarde al volver de Egipto en el tercer año de su predicación.

El aviso del ángel a los Reyes había llegado a tiempo, pues las autoridades de Belén abrigaban la determinación de prenderlos hoy mismo, con el pretexto de que perturbaban el orden público, de encerrarlos en las profundasmazmorras que existían debajo de la sinagoga y acusarlos después ante el rey Herodes. No sé si obraban así por una orden secreta de Herodes o si lo hacían por exceso de celo ellos mismos. Cuando se conoció esta mañana la huida de los Reyes, en el valle tranquilo y solitario donde habían acampado, los viajeros se encontraban ya cerca del desierto de Engaddi. En el valle no quedaban más que los rastros de las pisadas de los animales y algunas estacas que habían servido para levantar las tiendas.

La aparición de los Reyes había causado gran impresión en Belén y muchos se arrepentían de no haber hospedado a José. Otros hablaban de los Reyes como de aventureros que se dejaban llevar por imaginaciones extrañas. Había quienes creían, en cambio, encontrarles alguna relación con los relatos de los pastores acerca de la aparición de los ángeles. Todas estas cosas determinaron a las autoridades de Belén, quizás por instigación de Herodes, a tomar medidas. He visto reunidos a todos los habitantes de la ciudad por una convocatoria en el centro de una plaza de la ciudad, donde había un pozo  rodeado de árboles delante de una casa grande, a la cual se subía por escalones. Precisamente desde esos escalones fue leída una especie de proclama, donde se declamaba contra las cosas supersticiosas y se prohibía ir a  la morada de la gente que propalaba semejantes rumores. Cuando la muchedumbre se hubo retirado, vi a José acudir a esa casa, donde había sido llamado, y vi que fue interrogado por unos ancianos judíos. Lo he visto volver al Pesebre y retomar ante el tribunal de ancianos. La segunda vez llevaba un poco, del oro que le habían dado los Reyes, y lo entregó a esos hombres, que luego lo dejaron en paz. Por eso me pareció que todo este interrogatorio no tuvo otro objeto que el de arrancarle un puñado de oró.

Las autoridades habían hecho poner un tronco de árbol atravesado para obstruir el camino que llevaba a los alrededores del Pesebre. Este camino no salía de la ciudad sino que comenzaba en la plaza donde la Virgen se había detenido bajo el árbol grande, salvando una muralla. Dejaron un centinela en una choza junto al árbol y pusieron unos hilos sobre el camino, que hacían tocar una campanilla que estaba en la cabaña de aquél, que les permitiría detener a quien intentase pasar. Por la tarde vi un grupo de dieciséis soldados de Herodes hablando con José. Habían sido enviados allí por causa de los tres Reyes como si fuesen perturbadores de la tranquilidad pública. No hallaron más que silencio y paz en todas partes, y en la gruta no vieron más que una pobre familia . Como por otra parte tenían orden de no hacer nada que llamara la atención, regresaron como habían venido, informando de lo que habían podido ver. José había llevado ya los regalos de los Reyes y demás cosas que habían dejado antes de su partida, guardándolos en la gruta de Maraha y en otras cavernas escondidas en la colina del Pesebre. Las cuevas existían desde los tiempos del patriarca Jacob. En aquella época en que sólo había allí algunas cabañas en la que es hoy plaza de Belén, Jacob había levantado su tienda sobre la colina del Pesebre.